El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que somos sus hijos y que Él viene a nuestro encuentro, teniendo compasión de nosotros. No existe ninguna persona, por muy mala que haya sido en su vida, a la que Dios le niegue su gracia si se arrepiente. Ante Dios nos encontramos todos con las manos vacías, pero esperando en su misericordia”, lo dijo el Papa Francisco en la Audiencia General del último miércoles de octubre, meditando sobre la esperanza cristiana.
Al concluir el ciclo de catequesis sobre “la esperanza cristiana” que desarrolló durante el presente año litúrgico, el Obispo de Roma recordó que, Paraíso, es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, dirigido al buen ladrón, el cual, oponiéndose al otro, dice: nosotros recibimos lo que hemos merecido por nuestras acciones (Lc 23,41)
En el Calvario, ese viernes trágico y santo, Jesús llega al extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Ahí se realiza lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «fue contado entre los culpables» (Isaías 53,12; Cfr. Lc 22,37).
Es ahí, en el Calvario, que Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle también a él las puertas de su Reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra “paraíso” aparece en los evangelios. Jesús lo promete a un “pobre diablo” que en la madera de la cruz ha tenido la valentía de dirigirle el más humilde de los pedidos: «Acuérdate de mí cuando entrarás en tu Reino» (Lc 23,42). No tenía obras de bien por hacer valer, no tenía nada, sino se encomienda a Jesús, que lo reconoce como inocente, bueno, así diverso de él (v. 41). Ha sido suficiente esta palabra de humilde arrepentimiento, para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón-afirmó el Papa- nos recuerda nuestra verdadera condición ante Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite numerosas veces: no existe una persona, por cuanto haya vivido mal, al cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia. Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo (Lc 18,13). Y cada vez que un hombre, haciendo el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas superan largamente a las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiar en la misericordia de Dios. ¡Y esto nos da esperanza, esto nos abre el corazón!
En este orden de ideas, el paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que ha muerto en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frio y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: “Acuérdate de mí”, y aunque no existiese nadie que se recuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros; quiere llevarnos al lugar más bello que existe; quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que nada se pierda de lo que ya Él había redimido; y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en el amor.
Si creemos en esto, la muerte deja de darnos miedo, y podemos incluso esperar partir de este mundo de manera serena, con mucha confianza. Quien ha conocido a Jesús, no teme más nada, y podremos repetir también nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro con Cristo, después de una entera vida consumida en la espera: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación» (Lc 2,29-30); y en ese instante, finalmente, no tendremos más necesidad de nada, no veremos más de manera confusa; no lloraremos más inútilmente, porque todo es pasado; incluso las profecías, también el conocimiento. Pero el amor no, es lo que queda, porque «el amor no pasará jamás» (1 Cor 13,8).